Quién era él, esa entidad absurda, ese nebuloso fumador, ese objeto encerrado en un cubo de ladrillos, en una casa de la calle Monte Egmont, en la Ciudad de Buenos Aires, a las ocho de la mañana del 28 de abril de un año cualquiera? Desde luego -se respondió-, era "el hombre", la enigmática bestia razonante, la difícil combinación de un cuerpo mortal y un alma imperecedera, el monstruo dual cuya torpeza de gestos hace llorar a los ángeles y reír a los demonios, la criatura inverosímil de que se arrepintiera su mismo Creador. Qué razones había sugerido Adan Buenosayres para justificar la invención del monstruo humano? El Creador necesitaba manifestar todas las criaturas posibles; el orden ontológico de sus posibilidades le exigía un eslabón entre el ángel y la bestia; y eso era el monstruo humano, algo menos que un ángel, algo más que un bruto.
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